La marca del bibliotecario se devalúa y las bibliotecas con ella
Artículo de opinión publicado en la revista Mi Biblioteca de la Fundación Alonso Quijano, núm. 50. 01/07/2017.
¿Cuándo perdió el bibliotecario su aura de hombre del renacimiento? ¿Cómo fue que desapareció la cultura de nuestra marca profesional? Ser bibliotecario era una profesión que significaba mucho más que la gestión de fondos, era una profesión asociada con una cultura extensa, un humanista de saberes enciclopédicos con los recursos suficientes para identificar y clasificar cualquier obra y con referencias más allá de su propio fondo. Alguien cuya profesión le demandaba tener unos conocimientos por encima del resto, pues iba a encargarse de la gestión del mismo conocimiento. En muchos casos, sabios aislados, en un refugio construido de documentos como Eratóstenes, Hipatia de Alejandría, Hume o Borges por citar unos pocos casos conocidos. Personas en constante diálogo con los sabios de otro tiempo.
Las bibliotecas han sido y son gestoras de bienes intangibles, conocimiento almacenado en libros y en sus profesionales, de hecho, el principal valor de esos bienes son los bibliotecarios que regentan, articulan y dinamizan tanta información. Ninguna de las tareas de la biblioteca, desde la adquisición, registro, gestión y difusión del fondo se pueden hacer correctamente, en profundidad, si los bibliotecarios no son personas dotadas de sapiencia e inteligencia práctica. Por supuesto que hay bibliotecas que compran los fondos usando las listas que preconfiguran anualmente los comerciales, o se dedican a copiar registros catalográficos de otras, o simplemente sus campañas de lectura son una promoción encubierta de las editoriales o los políticos de turno. Y así nos va. Por no hablar de las voces que, en la actual crisis profesional, opinan que las bibliotecas deben empezar a desarrollar actividades propias de asociaciones de vecinos.
Y es que la raíz de todos los males es la formación o su ausencia, una formación que en Biblioteconomía es cada vez más administrativa, gerencial y tecnológica en detrimento de la formación cultural. Lo que no parecen entender los próceres de la academia es que los bibliotecarios deben profundizar en los contenidos de los documentos que gestionan, que su conocimiento es una característica diferencial entre un buen y un mal servicio, que, en la versión de pago de las bibliotecas, las librerías, no se contrata a nadie que no conozca bien el género que vende. La ignorancia de un bibliotecario merma considerablemente la calidad y los servicios ofrecidos a los usuarios, la cultura de los bibliotecarios es un aspecto diferencial entre una buena y una mala biblioteca.
Cuando planteamos que las tecnologías son el futuro de la biblioteca, el único, no nos damos cuenta que esa batalla la tenemos perdida de antemano, pues nunca llegaremos al conocimiento y dominio de un informático. Estamos renunciando a la formación humanística, indispensable en nuestra esencia, para competir de manera desigual en un escenario tecnológico cuyo horizonte próximo es el fin de las bibliotecas. Algo similar y llamativo es ver cómo aún se propicia la introducción de asignaturas como Community Managers en los planes de estudio, en detrimento de otras, cuando representan dudosos perfiles profesionales que, en caso de tener valor real, permítanme que lo dude, corresponden al área de Comunicación Corporativa. Perdemos competencias y conocimiento propio y tratamos de asumir las competencias de otras áreas para las que no estamos formados.
Perdónenme a estas alturas por esta crítica a las actuales generaciones y planes de estudio, pero sufro al pensar que nuestros actuales estudios no serían capaces de atraer y menos formar a trabajadores cotidianos de la altura de Agenjo, Diago, Francisca Hernández, Paco Herranz, Alonso Arévalo o esos bibliotecarios que en competiciones culturales se baten el cobre (Fernanda Barros o Marco Estévez) convirtiéndose en magníficos, ejemplares singulares de una profesión en decadencia. La cultura y el pensamiento parecen haber sido prácticamente extinguidos de nuestros planes de estudio, hemos dado preferencia al hacer frente al ser. ¿Qué libro vamos a recomendar si no leemos? ¿Cómo ejercer el sutil arte de la crítica en la catalogación si no hemos desarrollado el pensamiento crítico-analítico? ¿Cuándo trocamos esta vocación por el conocimiento, su preservación y difusión, por un mero medio de supervivencia? Hemos despreciado y eliminado un aspecto central de la marca del bibliotecario, la sabiduría, tratando de agregar competencias periféricas al currículo. “No estamos hechos para vivir como bestias, sino para perseguir virtud y conocimiento”.